Imaginemos un mundo en el que el orgasmo femenino, junto con el masculino, fuera un elemento imprescindible y crítico del proceso reproductivo; un mundo en el que los seres humanos no pudieran reproducirse a menos que los dos, hombre y mujer, tuvieran un orgasmo en el momento de la inseminación. En ese extraño mundo se seleccionaría a los machos no por su destreza en el uso de la lanza o su atractivo con un buen outfit, sino por su capacidad para llevar a la mujer invariablemente hasta el clímax; sólo los capaces de sentir su propio placer como parte del placer femenino serían aceptados por la sociedad. Los demás se verían condenados al ostracismo, expulsados, marginados.
Suena tan extraño como una ficción de Margaret Atwood o un episodio de Expediente X, pero lo cierto es que, en el siglo XVIII, científicos, médicos y filósofos sostenían la creencia de que el orgasmo femenino formaba parte de la reproducción. Según señalaba Natalie Angier: “Nuestros antepasados no veían ninguna diferencia entre la capacidad para el placer sexual del hombre y el de la mujer, y creían en la necesidad del orgasmo femenino para la concepción. Galeno proclamó que ninguna mujer podía quedarse embarazada sin tener un orgasmo”.
Este tipo de pensamiento “no científico” resuena desde hace miles de años, desde un tiempo anterior al patriarcado, desde una época de matriarcado y culto a la diosa, cuando las sociedades veneraban la sexualidad femenina como fuerza generadora de vida y la celebraban en los templos con amplia parafernalia y complicados ritos sexuales: ropajes, incienso, poesía, música, banquetes y vino.
Hoy en día tendemos a dar por sentado que el sexo es, tal como nuestra sociedad lo define, un proceso lineal que abarca los preliminares, la penetración vaginal y el orgasmo masculino. Por su función procreadora, el orgasmo masculino, que culmina con la eyaculación, se ha visto elevado a los altares en nuestra cultura, hasta el punto de convertirse en paradigma cultural del sexo. El orgasmo masculino domina el desarrollo del acto sexual e ignora la capacidad innata de la mujer para experimentar orgasmos múltiples; es el acontecimiento que define tanto lo que antecede como lo que viene después. El orgasmo masculino es indispensable socialmente muy apreciado, aunque no tanto las mujeres.
En el primer párrafo de su ensayo “The Functions and Disorders of the Reproductive Organs”, el conocido médico victoriano William Acton afirmaba: “Debo decir que la mayoría de las mujeres (por fortuna para la sociedad) no presta demasiada atención a las emociones sexuales. Lo que para los hombres es habitual, para las mujeres es sólo excepcional”.
¿Qué ha sucedido? Hasta el siglo XVII la ciencia y la sociedad occidental mantuvieron una visión “unisexual” de la anatomía humana; afirmaban que los genitales masculinos y femeninos eran similares y funcionaban de un modo semejante para producir el orgasmo. Mientras esta visión fue la predominante, la capacidad de las mujeres para el placer fue comprendida, si bien no siempre respetada.
Según Rebecca Chalker, autora del inteligente libro The Clitoral Truth, a medida que la civilización occidental fue progresando durante los siglos XVIII y XIX (y mientras en paralelo crecía el número de mujeres insatisfechas), “la sexualidad femenina empezó a percibirse como un fenómeno muy distinto de la sexualidad masculina, como algo cada vez más secundario, casto y desprovisto de pasión”. Y continúa: “Los expertos en anatomía comenzaron a situar ciertas partes del clítoris en el conjunto del sistema urinario o del sistema reproductor. Las ilustraciones médicas se tornan entonces cada vez más simples y omiten determinadas zonas del clítoris. En la época victoriana, el orgasmo, aceptado hasta el momento como un elemento natural del repertorio sexual femenino, empieza a considerarse innecesario, indecoroso y hasta nocivo para la salud de las mujeres”.
Y luego, como si el clítoris no tuviera ya suficientes problemas, llega un psicoanalista con un enorme cigarro (y eso que a veces, con independencia del tamaño, un cigarro no es más que un cigarro…).