02 Sal de la vagina

Cuando los hombres hablan de sexo tienden a usar el lenguaje de la penetración, a emplear adjetivos como “duro” y “profundo”. Entramos ahí, bien adentro, como si el placer estuviera enterrado en las profundidades del útero, como si se tratara de una semilla que hubiera que perforar y reventar con la poderosa herramienta masculina.

Raro es el hombre que dice: “Le hice el amor con la dulzura y la suavidad de una pluma”; “le acaricié la vulva con la delicadeza de las alas de una mariposa”; “casi no la toqué y se volvió loca”. Y, sin embargo, ése sería el lenguaje más adecuado, pues las dos terceras partes más profundas de la vagina son notablemente menos sensibles que el tercio vestibular. En el curso de uno de sus estudios sexuales, el doctor Kinsey pidió a cinco ginecólogos que examinaran los genitales de casi novecientas mujeres para descubrir qué zonas eran las más sensibles. “Las paredes internas de la vagina en realidad tienen pocas terminaciones nerviosas y son bastante insensibles a las embestidas y a la presión”. Sin embargo, el noventa y ocho por ciento de las mujeres eran conscientes de cuándo se les acariciaba el clítoris.

La superioridad del clítoris con respecto a la vagina para estimular el proceso de respuesta sexual femenina debería bastar para que más de un hombre entrara en barrena y se preguntara por el sentido de la vida o al menos por el sentido de su pene. Ahora bien, aunque sea difícil, es importante separar el concepto de procreación del de placer: el pene, destinado a encajar en la vagina, puede tener una función instrumental en la procreación, pero eso no significa que sea el instrumento ideal para el placer.

Esta teoría tiene pocos partidarios, principalmente porque hace temblar los cimientos sobre los que la sociedad ha levantado nuestra concepción del sexo y pone en duda el valor del coito como paradigma principal para la construcción de un modelo de placer mutuo. Desde la pérdida de la virginidad hasta la consumación de una relación que culmine en el anhelado orgasmo simultáneo, nuestra cultura ha elevado a los altares la función de la penetración genital, convirtiéndola en la meta última de la relación heterosexual. ¿Qué sería de la “tercera cita” sin ello?

La idea de que la penetración genital pudiera estar sobrevalorada resulta un hueso duro de roer, sobre todo para esos hombres que basan su autoestima en el valor del pene como instrumento para el placer femenino. Pronto veremos que la larga historia de la “negación del clítoris” en nuestra cultura se remonta hasta Freud. Constituye un modo de pensar tan arraigado en nuestro inconsciente colectivo que incluso obliga a las mujeres a cuestionar, si no a reprimir, sus instintos naturales, las respuestas y las sensaciones de su propio cuerpo, cuando no a fingirlas, antes que desafiar los postulados tradicionales o herir el ego masculino. Así las cosas, no podemos asombrarnos de que según el escritor Lou Paget la pregunta más frecuente que las lectoras envían a los editores de la revista Cosmopolitan sea la siguiente: “¿Cómo hago para alcanzar el orgasmo durante el coito?”. La respuesta es muy sencilla: no practiques el coito. O practícalo como parte de un conjunto más amplio, no como el todo.

Este hueso no tendría por qué ser tan duro de roer, pues una vez digerido resulta sumamente liberador. Cuando aprendemos a reconocer el proceso de respuesta sexual femenino y sabemos manejarlo, el sexo resulta mucho más fácil, sencillo y reconfortante y nos vemos impelidos a generar placer no sólo con el pene, sino también con las manos y con la boca, con el cuerpo y con la mente. Al prescindir del coito nos abrimos a nuevos y creativos modos de placer, caminos que acaso no parezcan intrínsecamente masculinos, pero que en última instancia nos hacen ser más hombres. El sexo ya no depende del pene y podemos liberarnos de la ansiedad que nos produce pensar en el tamaño, el vigor y la ejecución.

Somos libres para amar con muchas más partes de nosotros mismos, con todo nuestro ser.